Año 1974 – “Que comience el show”
"En un Viernes Santo nací, bajo un cielo de llovizna y neblina, marcado por la revolución que ardía fuera y dentro. Un país en llamas, un alma nueva en busca de su nombre. El telón de la vida se alzó con un grito silenciado… ¡y el show apenas comenzaba!"
ContentsFidel Verón
Mi historia
El 12 de abril de 1974, un Viernes Santo, llegué al mundo como un relámpago en la tormenta. Mi madre, Juana Beatriz Escales, de apenas 18 años, parió con el coraje de quien desafía al destino. A los 16 se había enamorado de mi padre, José Inocencio “Pepillo” Verón, y a los 17 quedó embarazada. Él, separado, traía cinco hijos de su primer matrimonio: Jorge “La bruja”, Nano, Silvia, Patricia “Chula” y María “Marita”.
Yo, Fidel Ernesto, fui el primero de Juana, el sexto de Pepillo, nacido a las 9:30 en la clínica Parque de Crespo, a 80 kilómetros de Nogoyá, en un viaje que fue un prólogo de lucha.
Argentina era un volcán en 1974. Juan Domingo Perón, presidente en su tercer mandato, enfrentaba un país fracturado. La Triple A acechaba en las sombras, Montoneros y el ERP respondían con sangre, la inflación devoraba sueños, las protestas incendiaban las calles. Nogoyá, mi pueblo de “Aguas Bravas”, temblaba con el eco de ese caos, pero en mi hogar, el amor indómito de Juana y la rebeldía de Pepillo eran un refugio contra la tempestad.
Pepillo era un titán forjado en la adversidad. Huérfano a los siete, vagó por las calles hasta que la Iglesia Católica lo acogió. Con sudor y genio, levantó un taller de rectificación de motores, único en el centro de Entre Ríos. Ganó dinero, respeto y el corazón de 168 ahijados como padrino.
Su credo era un faro: “Las personas son buenas porque son intrínsecamente buenas; son empáticas porque pueden compartir el dolor ajeno. Eso no se enseña: se es.” Su activismo por la justicia social, su fe en la humanidad, eran un fuego que iluminaría mi camino.
Mis raíces eran sagas de fuego. Mi abuelo paterno, José Verón —quizás Amarillo su verdadero apellido, uruguayo—, huyó cruzando el río, aferrado a la cola de su caballo, cabalgando 200 kilómetros hasta Montoya, Nogoyá. Allí conoció a mi abuela Jacinta Verón, tomó su apellido, fundó un linaje. La tumba de mi abuela dice: “Aquí yace Jacinta Berón de Verón”. Mi abuelo paterno prosperó con máquinas agrícolas, pero estafadores lo despojaron de todo, enviando sus trilladoras a Buenos Aires sin retorno. La ruina lo quebró, murió, dejó a su familia en la calle. Pepillo, el menor de trece hermanos, heredó ese peso, un eco que resonaría en su y en mi sangre.
Del temple de mi abuelo paterno, paso al de mi madre. Juana venía de una estirpe trabajadora, con raíces en la Nogoyá acomodada, pero marcada por la pérdida de su padre, Juan Luis Escales, ferroviario, a sus 13 años. Su madre, Asunción del Carmen Mongelot, cocinera 35 años en el Colegio del Huerto, crió sola a sus tres hijos tras quedar viuda a los 40. Esa fortaleza forjó a Juana, que limpiaba casas y vendía billetes de lotería —un trabajo mal visto para mujeres— con una determinación que desafiaba al mundo. Su amor por Pepillo, un incendio vivo, era el latido que sostenía nuestro hogar.
Mi mamá Juana venía de una estirpe trabajadora, con raíces en la Nogoyá acomodada, pero marcada por la pérdida de su padre, Juan Luis Escales, ferroviario, a sus 13 años. Su madre, Asunción del Carmen Mongelot, cocinera 35 años en el Colegio del Huerto, crio sola a sus tres hijos tras quedar viuda a los 40. Esa fortaleza forjó a Juana, que limpiaba casas y vendía billetes de lotería —un trabajo mal visto para mujeres— con una determinación que desafiaba al mundo. Su amor por Pepillo, un incendio vivo, era el latido que sostenía nuestro hogar.
Mi nacimiento fue una odisea épica. La noche anterior, Juana, tras superar una matriz infantil con tratamiento, se descompensó. En un Dodge 1500 verde claro, bajo una llovizna que empapaba el alma, fue llevada a Crespo. Nogoyá, desierto por el Viernes Santo, resonaba con música sacra, olía a ayuno. Camilo, un chico de 18 sin experiencia en ruta, manejaba, los nervios crispados, con mi abuela Carmen y mi tía Cristina, casada con mi tío Carlos. Pepillo estaba en Rosario, junto a Patricia, gravemente enferma. A las tres de la mañana, la neblina envolvía el camino, cada kilómetro un latido de urgencia.
En Crespo, Camilo, perdido, entró a un cuartel del Ejército. Más de diez soldados los rodearon, fusiles en mano, reflectores cegadores, gritando: “¡Al suelo!”. El pavimento mojado se pegaba a la piel, el miedo cortaba como un cuchillo. Juana, semiacostada, con contracciones que le arrancaban el aliento, suplicaba: “Estoy de parto, por favor”. Nadie escuchaba, solo apuntaban. Hasta que la vieron, el dolor tallado en su rostro joven, y los escoltaron a la clínica. Camilo transpiraba, pero la lluvia disimuló su pánico. A las 9:30, nací, envuelto en un grito de resiliencia y amor.
El nombre Fidel Ernesto, elegido por Pepillo, era un estandarte de justicia y revolución. De niño, lo llevaba con orgullo, pero pronto sentí su peso. Adultos comentaban, sus miradas me hacían diferente, un extranjero en mi propia piel. En 2018, en una ceremonia de ayahuasca, hallé Taná Uká, mi nombre espiritual. Era un relámpago de libertad, mi conexión ancestral, mi propósito. Admiré a Fidel Castro y a Ernesto ¨Che¨ Guevara, pero vi sus sombras con el paso del tiempo. Estos nombres eran de mi padre, era su sueño; Taná Uká, es el mío personal, un espejo de mi búsqueda.
Ser de la segunda familia era caminar bajo miradas reprobatorias, dedos acusadores, juicios de la mediocridad. Crecí con ese estigma, pero aprendí que esas miradas decían más de quien las emitía. Mi hogar, con Juana como pilar y Pepillo como faro, era un refugio donde el amor vencía al caos. Mis hermanos llegarían después: Alma (tres años y nueve meses después), Sole (tres años y nueve meses más), Juan José (18 años), Mariano (20 años), Naza (23 años). Cada uno, una pieza del mosaico que forjaría mi alma.
AÑO 1974 – Entrevista Extrema
— ¿Por qué naciste tan lejos de Nogoyá?
Mi madre se trataba en Crespo por matriz infantil, una condición que le impedía quedar embarazada.
Era reversible, y lo fue: tras mí vinieron Alma, Sole, Juan José, Mariano, Naza.
Nací a 80 kilómetros, un Viernes Santo a las 9:30, primer hijo de Juana, sexto de Pepillo, en un país que se deshacía.
— ¿Recordás algo de ese momento?
No. Era un bebé.
Todo lo sé por relatos que me contaron toda mi vida.
Aunque puedo “viajar” por recuerdos, ir a ese momento es un velo. Por ahora, inalcanzable.
— Contame la anécdota del viaje al hospital.
Es de película.
A las tres de la mañana, Viernes Santo, mi madre, con contracciones, fue llevada a la clínica Parque en un Dodge 1500 verde claro.
Lloviznaba, la neblina ahogaba Nogoyá, desierto, con música sacra y ayuno.
Camilo, 18 años, sin experiencia en ruta, manejaba, los nervios en carne viva, con mi abuela Carmen y mi tía Cristina.
En Crespo, perdido, entró a un cuartel del Ejército.
Más de diez soldados los rodearon, fusiles al aire, reflectores cegadores, gritando: “¡Al suelo!”.
El pavimento mojado, el miedo como un puñal.
Juana, semiacostada, suplicaba entre dolores: “Estoy de parto”.
Nadie escuchaba.
Al verla, la escoltaron.
Camilo transpiraba, la lluvia ocultó su pánico.
— ¿Cómo recordás ese episodio?
No lo recuerdo como tal, pero entiendo hoy que fue mi primer choque con la sordera del mundo.
Si hubieran escuchado, no habría fusiles, ni suelo mojado, ni gritos.
En un país al borde del abismo, escuchar no era costumbre.
Me dejó una pregunta: ante la sordera, ¿silencio o grito?
— ¿Quiénes viajaban con tu madre?
Juana, mi abuela Carmen, mi tía Cristina, casada con mi tío Carlos, y Camilo al volante.
Cristina y Carlos vivían en Nogoyá; después se mudaron a Río Gallegos, buscando horizontes.
— ¿Dónde estaba tu padre?
En Rosario, con Patricia, su hija del primer matrimonio, gravemente enferma. Se debatía entre la vida y la muerte.
Él estaba a su lado, dejando a Juana enfrentar el parto muy a su pesar en manos de otros.
— ¿Cómo se vivía ser de una segunda familia?
Lo vi más tarde que ahora. Pero si debo ponerle nombre en algunos casos y no todos, con miradas reprobatorias, dedos acusadores, juicios desde la mediocridad.
La gente señala, lista para condenar. pero entendí que esas condenas dicen más de quien las emite, que hacía quien van dirigidas.
— ¿Cómo era el contexto político?
Argentina era un incendio.
Juan Domingo Perón, presidente, enfrentaba un país roto: la Triple A, Montoneros, ERP, inflación galopante, protestas.
Todo era caos.
— ¿Cómo describirías a tu padre?
Pepillo era un titán: fuerte, rebelde, empático.
Huérfano, acogido por la Iglesia, levantó un taller que era solidaridad pura.
Decía, y lo repito porque dice mucho de el: “Las personas son buenas porque son intrínsecamente buenas; son empáticas porque pueden compartir el dolor ajeno. Eso no se enseña: se es.”
— ¿Cómo era crecer en una familia numerosa?
Un mosaico complejo, aunque desconocido para este año.
Pepillo tenía cinco hijos de su primer matrimonio: Jorge, Nano, Silvia, Patricia, Marita.
Luego, Josefina, casi de la edad de Alma.
Con mi mamá Juana tuve cinco hermanos: Alma (3 años y 9 meses después), Sole (3 años y 9 meses después), Juan José (18 años), Mariano (20 años), Naza (23 años).
Yo no conviví con los otros hijos de mi padre. Solo vivía con mi mama en otra casa
— ¿Qué peso tuvo tu nombre?
Fidel Ernesto era un estandarte de lucha, orgullo, pero una carga no entendida por esos momentos.
Pepillo lo eligió por sus ideales.
Despertaba preguntas, rechazo.
Pero en 2018, con ayahuasca, en una ceremonia y proceso que redireccionaran mi vida hallé mi verdadero nombre, Taná Uká, mi libertad espiritual, mi verdad. Luego averiguaré y Taná Uká significa: Casas para todos.
1974 – Entrevista Intima
— Si pudieras abrazar a ese bebé, ¿qué le dirías?
Que no tema.
El mundo es feroz, pero está destinado a caminos extraordinarios.
Cada prueba tiene sentido.
No está solo: trae una fuerza ancestral, una misión que lo trasciende.
— ¿Qué representó el viaje a Crespo?
Mi primer roce con el abuso de poder.
Fusiles apuntando a mi madre antes de nacer.
Me marcó en mi danza con la autoridad, el miedo, el poder.
Me dio el impulso de cuestionar, de alzar la voz contra lo injusto.
— Ante la sordera del mundo, ¿silencio, palabras o grito?
Palabras.
El silencio es complicidad, el grito despierta, pero no construye.
Las palabras, desde la verdad, sanan, tejen puentes, transforman.
Ese mundo que no escuchó a mi madre merece palabras firmes, con amor y fuego.
— ¿Eres heredero de resiliencia o podías cambiar tu destino?
Resiliencia inevitable.
Mi abuelo cruzando el río, Pepillo en las calles, Juana sola a los 18: está en mi sangre.
Pero no me condena: la honro y elijo su rumbo, forjo mi camino.
— ¿Qué lugar ocupabas en el mapa afectivo?
Puente, comienzo, intruso.
Unía mundos familiares que chocaban.
Era un amanecer para Juana y Pepillo.
Al minuto cero de mi nacimiento, ya mi presencia molestaba, a los cinco medios hermanos y la primera esposa de mi padre.
— Si el “show” tuviera un nombre, ¿cuál sería?
Búsqueda.
Es la odisea del alma por recordar quién es, por hallar sentido en el caos.
Nací en ese caos, con un fuego innato para descifrarlo.
Contexto histórico
En 1974, Argentina era un polvorín bajo el tercer mandato de Juan Domingo Perón. La Triple A cazaba en las sombras, Montoneros y el ERP respondían con violencia, la inflación devoraba bolsillos, las protestas incendiaban las calles. Nogoyá, “Aguas Bravas”, sentía el peso de esa tormenta. Mi familia, con el amor de Juana y la rebeldía de Pepillo, era un refugio donde la lucha y el afecto se entrelazaban.
Epílogo
Así empezó todo: con fusiles apuntando a una madre en trabajo de parto, un padre ausente por amor a otro hijo, un país al filo del abismo, un niño que no sabía que su vida sería una danza entre el destino y la voluntad. El show había comenzado, y este capítulo, con su crudeza y su fuego, es el primer acto de una búsqueda eterna.
La Banda Sonora de este año.
1974 cantaba con melodías que marcaban el alma. Estas canciones fueron el pulso de mi llegada:
- “I Honestly Love You” – Olivia Newton-John (septiembre): El amor puro de Juana, un faro en la tormenta.
- “The Way We Were” – Barbra Streisand (enero): La nostalgia de un país herido.
- “Seasons in the Sun” – Terry Jacks (febrero): La ternura que abrazaba nuestra lucha.
- “Goodbye Yellow Brick Road” – Elton John (marzo): La rebeldía indómita de Pepillo.
- “Bennie and the Jets” – Elton John (abril): La chispa vibrante de mi nacimiento.
- “Porque te vas” – Jeanette (1974): La melancolía que flotaba en Nogoyá.
- “El valle y el volcán” – Jairo (1974): La poesía profunda de mi pueblo.
- “Nosotros dos y nadie más” – Quique Villanueva (1974): El amor inquebrantable de mis padres.
- “Ma che sera stasera” – Gianni Nazzaro (1974): La chispa romántica de mi llegada.
- “Alle porte del sole” – Gigliola Cinquetti (1974): La esperanza que titilaba en el caos.












