Año 1985 – Entre libros, leche y amistad
“Ese año entendí que la amistad es la forma más dulce del destino: aparece sin aviso, te invita a merendar y se queda para siempre en tu historia.”
ContentsFidel Verón
Reseña
El conocimiento se volvió refugio,
la amistad, milagro; el gesto, enseñanza.
A los once años, ordeñando vacas, llevando la bandera, dibujando una planta y riendo con un amigo nuevo, descubrí que el crecimiento susurra en los detalles.
En una casa humilde de Nogoyá, con el amor de mi madre, la risa de Alma y la ternura de Sole, mi mundo se abrió.
Mientras Argentina juzgaba a las Juntas, aprendí que la bondad y el esfuerzo construyen el alma.
El año en que mi mundo se abrió
1985, con once años, fue un año de silencios profundos y revelaciones brillantes. En la Escuela N°2 Coronel Barcala, cursando sexto grado, mi vida bailaba entre el ordeñe matutino, el hambre de conocimiento y la llegada de Marcelo Pereira, mi primer amigo verdadero. Gané la bandera con esfuerzo y orgullo, descubrí el arte con un lápiz Faber-Castell, y sentí la bondad de Dominga García en una taza de café con leche. Mientras Argentina consolidaba su democracia con el Juicio a las Juntas y el “Nunca Más”, aprendí que el crecimiento no hace ruido: susurra en los detalles —un examen perfecto, un dibujo vivo, un amigo que cambia todo. 1985 no fue solo un año: fue el taller donde mi alma tomó forma.
El ordeñe: la rutina que me forjaba
A los once años, mi vida tenía un ritmo sagrado. Cada amanecer, cruzaba Nogoyá hacia la chacra, quince cuadras bajo un cielo que olía a tierra húmeda y pasto fresco. Llueva, haga frío o calor, todos los días, sin feriados ni fines de semana, ataba terneros a las cinco de la tarde y ordeñaba a las nueve de la mañana. La leche caía en el balde con un canto rítmico, caliente, vivo. La pasaba a bidones y botellas con un embudo, la repartía a los clientes y cobraba. Esos billetes eran mi orgullo, mi prueba de que podía sostener una parte del mundo.
No era solo trabajo: era mi escuela de constancia. Atar terneros me enseñó a leer a los animales, a anticipar sus movimientos, a tener paciencia cuando se resistían. Cada gota, cada paso en el barro, era una lección de compromiso. No lo sentía como un castigo, sino como un ritual de independencia. Ese esfuerzo me estaba formando, dándome un lugar en el mundo que, a los diez años, había comenzado a construir.
La escuela: mi refugio de conocimiento
La Escuela N°2 Coronel Barcala era mi santuario. Cada mediodía, con el guardapolvo blanco y los útiles en la mochila, caminaba las 22 cuadras hasta el portón. El aroma a barniz de los pupitres, la tiza flotando en el aire, el perfume del patio: todo tenía vida. Levantaba la mano en cada pregunta, escribía con letra prolija, corregía mis errores antes que el maestro. Me llamaban “chupamedias”, y aunque dolía, no me frenaba. Sabía, con una certeza que ardía dentro, que mi mente iba más rápido. No era soberbia: era una chispa que me empujaba a aprender, a cuestionar, a brillar.
Mi meta era clara: ser abanderado. No era solo un palo con una tela celeste y blanca; era el símbolo de mi entrega. Estudié sin pausa, leí bajo la luz de la noche, repasé cada detalle. Cuando llegó el momento, mis notas impecables me dieron la bandera. Llevarla fue más que un honor: fue una caricia al alma, un reconocimiento a mi madre, mi padre, y al niño que sabía que podía ser más. Ese logro no era solo mío: era el eco de un hogar que me enseñó a no rendirme.
El arte: un destello de creación
En 1985, el arte me encontró. En las clases de Joselin Díaz, descubrí que mis manos podían hablar de otra forma. Un día, nos pidió dibujar una planta. Con lápices Faber-Castell, tracé líneas suaves, jugué con sombras, busqué brillos precisos. El grafito cobró vida: la planta en el papel tenía textura, volumen, alma. Joselin me felicitó, y yo sentí una chispa de magia. “Tal vez sirvo para esto”, pensé. Pero, por razones que aún no entiendo, no seguí dibujando. Esa planta quedó como un instante perfecto, una prueba de que dentro de mí había otras formas de crear, de ver el mundo con ojos nuevos. Era un destello que no necesitaba repetirse: seguía creciendo en mi memoria.
La soledad y el milagro de la amistad
En Don Jerónimo, nuestro barrio al borde de Nogoyá, la soledad había sido mi compañera. Jugaba solo, inventaba mundos con palitos, diseñaba máquinas en mi cabeza. No era tristeza: era mi laboratorio, mi espacio para pensar. Pero en 1985, el destino trajo un giro. La familia Pereira se mudó a cincuenta metros de casa, y con ellos llegó Marcelo, de mi misma edad, mi primer amigo verdadero. Desde el primer saludo, el mundo se llenó de risas. Con él, jugábamos a la pelota, explorábamos baldíos, soñábamos en voz alta. Su familia —Luti, Beatriz, Malala, María Ángeles— trajo luz a mi vida. Malala, con su dulzura, era un faro; María Ángeles, con su alegría, un torbellino. Marcelo no solo fue un amigo: fue el hermano que el destino me regaló, transformando mi soledad en un hogar compartido.
El gesto de Dominga
En la escuela, la merienda era sagrada. La leche caliente con galletas, servida en la cocina, era para los anotados, los que más lo necesitaban. Mi padre me había enseñado a dejar ese lugar a otros, así que Marcelo y yo no estábamos en la lista. Pero el hambre de las cuatro de la tarde no entiende de reglas. A veces, nos poníamos en la fila con picardía infantil. Dominga García, la encargada, lo sabía. Y cuando todos los anotados ya habían comido, nos miraba, sonreía y nos servía dos tazas de café con leche con galletas tostadas, quizás de la panadería Centurión o Mernes. Ese aroma —leche tibia, cáscara crujiente— era el perfume del cariño. Tres veces por semana, Dominga nos regalaba ese gesto. No era solo comida: era bondad, amor sin palabras, la lección de que el mundo puede ser humano si alguien decide mirar más allá de las listas.
Un país que se reconstruía
Argentina, en 1985, fortalecía su democracia bajo Raúl Alfonsín. El Juicio a las Juntas Militares, iniciado en abril, marcó un hito: los líderes de la dictadura, como Jorge Rafael Videla y Emilio Eduardo Massera, enfrentaron la justicia, con condenas históricas que resonaron en el mundo. El informe “Nunca Más” de la CONADEP, publicado en 1984, seguía siendo un faro, documentando 9.000 casos de desaparecidos y dando voz a las víctimas. En Nogoyá, como en todo el país, se vivía una esperanza cuidadosa: la democracia era frágil, pero el compromiso con la verdad era firme. Las Madres de Plaza de Mayo seguían exigiendo justicia por los 30.000 desaparecidos, su voz un recordatorio de que sanar no significa olvidar. En casa, nuestro propio “nunca más” era trabajar, aprender y cuidar con dignidad.
AÑO 1985 – Entrevista Extrema
Breve introducción
Este año lo recuerdo a través del sudor del ordeñe, el peso de la bandera, el trazo de una planta, las risas con Marcelo y la leche de Dominga. En esta entrevista —esta conversación de Fidel con Fidel— busco dejar por escrito cómo el conocimiento, el arte y la amistad moldearon mi alma. No son solo recuerdos; son las semillas de mi humanidad.
— Fidel Ernesto, ¿qué representó para vos el año 1985?
Fue un año profundamente formativo, aunque en apariencia simple.
No hubo viajes, mudanzas ni grandes cambios externos, pero internamente fue un terremoto silencioso.
Consolidé mi disciplina, afiancé mi inteligencia, confirmé mi curiosidad por el conocimiento y descubrí algo que hasta entonces no había experimentado con tanta fuerza: la amistad verdadera.
Si tuviera que resumirlo, diría que fue el año en que mi mente se expandió y mi corazón se abrió.
— Ser abanderado es uno de los reconocimientos más importantes de la escuela. ¿Qué significó ese logro para vos?
Fue mucho más que un premio escolar.
Fue la confirmación de que el esfuerzo sostenido tiene sentido.
Cada día de estudio, cada tarea bien hecha, cada tarde que elegí leer en lugar de jugar tuvo su recompensa.
Pero, sobre todo, fue una caricia al alma.
Porque detrás de esa bandera no solo estaban mis notas, sino el sacrificio de mi madre, el ejemplo de mi padre y la responsabilidad que había aprendido desde chico.
Llevar esa bandera fue, de algún modo, llevarlos a ellos conmigo.
— En el texto mencionas que te sentías “más inteligente que la media”. ¿Cómo lo vivías en ese momento?
Lo vivía con naturalidad, no con soberbia.
Sabía que entendía rápido, que tenía facilidad para aprender, que podía ver conexiones que otros no veían.
Pero también sabía que ese don traía una responsabilidad: no usarlo para sentirme superior, sino para crecer más, ayudar más y aprovecharlo al máximo.
Desde chico sentí que la inteligencia no era una medalla, sino una herramienta.
Y ese pensamiento guio muchas decisiones en mi vida.
— El arte apareció en tu camino ese año. ¿Qué te dejó esa experiencia?
Me dejó una certeza: que dentro de mí hay muchas formas de crear.
Hasta ese momento mi creatividad se expresaba en las palabras o en el juego, pero el arte me mostró que también podía construir belleza con las manos.
Aquel dibujo de la planta fue revelador.
Cada trazo, cada sombra, cada brillo era un acto de contemplación y de presencia.
A veces me pregunto por qué no seguí ese camino…
Tal vez porque en el fondo entendí que el arte no tenía que ser mi oficio, sino mi refugio.
— Hasta ese año eras un niño solitario. ¿Qué significó la llegada de Marcelo a tu vida?
Fue un cambio enorme.
Hasta entonces mi mundo era interior: jugaba solo, pensaba solo, crecía solo.
Y de pronto apareció alguien con quien compartirlo.
Marcelo fue mi primer amigo real, el que conoció mis pensamientos más simples y mis sueños más profundos.
Con él descubrí que compartir la vida no la hace menos mía, sino más grande.
Nuestra amistad fue, y sigue siendo, una de las más valiosas que he tenido.
— ¿Qué recuerdos te despiertan Dominga y aquellas meriendas?
Dominga representa la bondad pura.
Esa leche caliente y esas galletitas no eran solo alimento: eran cariño, eran humanidad.
Cada vez que nos servía sin que estuviéramos en la lista nos estaba diciendo, sin palabras, “los veo, los abrazo, los cuido”.
Hoy, como adulto, entiendo que esos gestos moldean la forma en que uno ve el mundo.
Gracias a personas como ella aprendí que el amor no siempre viene de quienes nos rodean a diario: a veces llega en forma de taza caliente a las cuatro de la tarde.
— Si pudieras hablar con ese niño de 1985, ¿qué le dirías?
Le diría que no subestime el poder de los años tranquilos.
Que no piense que la vida necesita grandes eventos para transformarnos.
Que cada paso que dio —cada examen aprobado, cada dibujo, cada charla con Marcelo, cada merienda compartida— fue construyendo el ser humano que soy hoy.
Le diría que siga confiando en su curiosidad, que siga honrando el esfuerzo y que nunca pierda la capacidad de asombro.
Porque todo lo que hoy soy empezó, en gran parte, en aquel niño con un guardapolvo blanco y una taza de leche en las manos.
AÑO 1985 – Entrevista Íntima
Breve introducción
La charla entre Fidel y su compañera IA. En 1985, con once años, mi mundo se abrió al conocimiento, el arte y la amistad. Esta entrevista es un puente hacia ese niño, un intento de hablarle desde el hombre que soy hoy.
— Si tuvieras que definirte a vos mismo a los once años, ¿cómo lo harías?
Diría que era un niño en plena transición: con un pie en la infancia y otro asomándose tímidamente a la adolescencia.
Había en mí una combinación muy particular de curiosidad intelectual, sensibilidad emocional y responsabilidad temprana.
Ya no era el chico que simplemente cumplía con lo que debía hacer: era alguien que se pensaba a sí mismo, que buscaba entender el mundo, que se planteaba preguntas profundas sobre el sentido de lo que vivía.
A esa edad, empecé a ver que mi vida no era una sucesión de días, sino un camino que estaba construyendo paso a paso.
— ¿Qué te enseñó ese año sobre el valor del conocimiento?
Me enseñó que el conocimiento no es solo una herramienta para aprobar materias, sino una llave para abrir puertas interiores.
Estudiar no era para mí una obligación impuesta: era un acto de libertad.
Aprender me permitía entender el mundo, cuestionarlo, imaginarlo de otra manera.
Ser abanderado no fue el fin del camino, sino el comienzo de una certeza: que el saber podía transformarme en alguien capaz de cambiar su entorno.
A partir de ese año, comprendí que el conocimiento no era un destino: era un poder.
— ¿Qué aprendiste sobre la soledad y la compañía a través de tu amistad con Marcelo?
Aprendí que la soledad puede ser un hogar y la compañía, un espejo.
La soledad me había enseñado a pensar, a crear, a conocerme profundamente.
Pero la amistad me enseñó a compartir lo que había descubierto en ese silencio.
Con Marcelo entendí que crecer no significa hacerlo solo, que el otro no resta, sino que multiplica.
Descubrí que en la complicidad se tejen recuerdos, que en la lealtad se forja el carácter y que en el juego compartido se esconden las primeras formas del amor humano: el cuidado, el respeto, la alegría.
— ¿Qué representó para vos ese pequeño gesto de Dominga en el comedor?
Representó una lección silenciosa de empatía.
Dominga me enseñó que la justicia sin amor es fría y que la norma sin compasión es incompleta.
Ella sabía que no estábamos en la lista, pero también sabía que teníamos hambre.
Su decisión de darnos leche no fue un acto de desobediencia: fue un acto de humanidad.
Gracias a ella entendí que el mundo necesita leyes, sí, pero sobre todo necesita personas que sepan cuándo romperlas por un bien mayor.
Ese gesto pequeño —una taza de café con leche y dos galletas— me mostró el rostro más puro de la bondad.
— La planta que dibujaste quedó grabada en tu memoria. ¿Qué simboliza hoy para vos esa imagen?
Esa planta es un símbolo de algo que no terminé de explorar: mi capacidad de crear belleza desde el silencio.
La recuerdo no solo por lo bien lograda que estaba, sino porque representaba algo más profundo: el equilibrio entre luz y sombra, la paciencia del trazo, la atención al detalle.
Hoy la veo como una metáfora de la vida misma: hay que saber dónde poner luz y dónde dejar sombra, cuándo apretar el lápiz y cuándo soltarlo.
Y aunque nunca volví a dibujar, esa planta sigue creciendo en mi memoria, recordándome que dentro de mí siempre hay nuevas formas de expresión esperando florecer.
— ¿Qué le dirías hoy a ese niño que tomó la bandera, hizo amigos, dibujó una planta y recibió leche sin estar en la lista?
Le diría que todo eso —lo grande y lo pequeño, lo planificado y lo inesperado— fue esencial.
Que no subestime ninguna experiencia, porque cada una está plantando algo en su alma.
Le diría que la bandera le enseñó el valor del esfuerzo, que la amistad le mostró la importancia del vínculo, que el arte reveló su sensibilidad y que la leche caliente le enseñó el poder del gesto.
Le diría que todas esas cosas se convertirían, con el tiempo, en sus principios fundamentales: el compromiso, la empatía, la creatividad y la gratitud.
Contexto histórico
En 1985, Argentina fortalecía su democracia bajo Raúl Alfonsín. El Juicio a las Juntas Militares, iniciado en abril, marcó un hito histórico: líderes de la dictadura, como Jorge Rafael Videla y Emilio Eduardo Massera, enfrentaron la justicia, con condenas que resonaron en el mundo (Videla y Massera recibieron cadena perpetua en diciembre). El informe “Nunca Más” de la CONADEP, publicado en 1984, seguía siendo un faro, documentando 9.000 casos de desaparecidos y dando voz a las víctimas. En Nogoyá, como en todo el país, se vivía una esperanza cuidadosa: la democracia era frágil, pero el compromiso con la verdad era firme. Las Madres de Plaza de Mayo seguían exigiendo justicia por los 30.000 desaparecidos, su voz un recordatorio de que sanar no significa olvidar. En casa, nuestro propio “nunca más” era trabajar, aprender y cuidar con dignidad.
La banda sonora de 1985
1985 fue un año donde la música unió al mundo, reflejando esperanza, rebeldía y humanidad. Estas canciones acompañaron mi camino, resonando con la bandera, Marcelo, y la bondad de Dominga:
Internacionales
- “We Are the World” – USA for Africa (marzo): La unión de un mundo que soñaba, como mi amistad con Marcelo.
- “Take On Me” – a-ha (octubre): La chispa de mis aventuras con Marcelo.
- “Money for Nothing” – Dire Straits (junio): La fuerza de mi esfuerzo en el ordeñe.
- “Careless Whisper” – George Michael (éxito 1985): La sensibilidad de mis días en la escuela.
- “Everybody Wants to Rule the World” – Tears for Fears (marzo): Mi hambre de conocimiento.
Argentina y Latinoamérica
- “Nada personal” – Soda Stereo (noviembre): La libertad de mi espíritu en sexto grado.
- “Persiana americana” – Soda Stereo (presentada 1985): La energía de mi juventud con Marcelo.
- “Un vestido y un amor” – Fito Páez (versiones 1985): La poesía de mi dibujo de la planta.
- “Ella vendrá” – Don Cornelio y la Zona (1985): La rebeldía de mi curiosidad.
- “Yo vengo a ofrecer mi corazón” – Mercedes Sosa (versión en vivo 1985): La esperanza de mi hogar y la justicia del país.
✨ Así sonaba 1985, un año de unión y sueños, donde la música hablaba al corazón, acompañando mi bandera, mi amigo y mi aprendizaje.
Epílogo
1985 fue el año en que el conocimiento me dio alas, el arte me mostró mi luz, y la amistad me abrió el corazón. Ordeñando vacas, llevando la bandera, dibujando una planta, riendo con Marcelo, bebiendo la leche de Dominga, aprendí que el crecimiento no hace ruido: susurra en los detalles. En una casa humilde de Nogoyá, con el abrazo de mi madre, la risa de Alma, la ternura de Sole, y un país que juzgaba a sus verdugos, descubrí que la vida se teje con esfuerzo, bondad y vínculos. Crecer no es dejar de ser niño: es aprender a mirar el mundo con el alma abierta.








