Año 1984 – Mi primer dinero, mi primera caída
“Con el primer cobro compré una bicicleta, con la primera caída entendí la vida. Porque crecer no es no caer: es saber levantarse.”
ContentsFidel Verón
Contexto histórico
En 1984, Argentina vivía su primer año completo de democracia bajo Raúl Alfonsín, tras siete años de dictadura militar. La Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), creada en 1983, publicó en septiembre de 1984 el informe “Nunca Más”, documentando 9.000 casos de desaparecidos y exponiendo los horrores de la represión. Ese documento, entregado al país con un peso de verdad, dio voz a las víctimas y marcó un compromiso con la justicia. En Nogoyá, como en todo el país, se respiraba una esperanza frágil: la democracia era nueva, pero el desafío de reconstruir un país herido por la dictadura y la Guerra de Malvinas era inmenso. Las Madres de Plaza de Mayo seguían exigiendo justicia por los 30.000 desaparecidos, en un pueblo que soñaba con un futuro libre, pero sabía que la verdad debía construirse nuevamente.
Reseña
La niñez empezó a oler a trabajo y a libertad. A las cinco se ataban terneros; al amanecer, se ordeñaba el futuro.
Mientras Argentina estrenaba democracia, aprendí que el esfuerzo es amor, y que las caídas son lecciones que duran para siempre.
El año en que empecé a construir mi mundo
1984 fue el año en que, a los diez años, el mundo dejó de ser solo un lugar de juegos y se convirtió en un espacio donde podía crear, ganar, caer y levantarme.
Mi madre había decido pasarme el trabajo íntegramente de sacar y vender la leche. A partir de ahora era mi negocio.
Así, gané mi primer dinero con mis propias manos, ordeñando vacas y repartiendo leche, una tarea que mi madre me confió. Ese esfuerzo me dio más que billetes: me dio orgullo, autonomía y una bicicleta que era mi bandera de libertad. Pero también me trajo mi primera gran caída, un golpe que me enseñó que la vida no es mantener todo intacto, sino seguir adelante con las marcas.
Mientras Argentina vivía el aire nuevo de la democracia con el “Nunca Más”, mi hogar tenía su propio compromiso: hacer lo que haga falta, pero con dignidad.
El ordeñe y la independencia
A los diez años, cumplidos en abril, el mundo cambió de color. Ya no era solo un niño que jugaba y soñaba: me convertí en alguien que podía producir, generar, transformar esfuerzo en valor real. Mi madre, Juana, de 28 años, me pasó la tarea de la leche, un ritual que ella había llevado durante años. Cada día, a las cinco de la tarde, ataba los terneros en la chacra, a quince cuadras de casa, para que las vacas tuvieran la ubre llena al amanecer. Luego, a las nueve en punto, cruzaba Nogoyá con el cuerpo acostumbrado al deber. Llueva, haga frío o calor, todos los días, sin feriados ni fines de semana.
El ordeñe era más que una tarea: era un acto de continuidad. Separaba a los terneros la tarde anterior, limpiaba el lugar, buscaba la manea, preparaba el balde. La leche caía con un ritmo hipnótico, un sonido cálido que aún resuena en mí. Luego, con cuidado, la pasaba a bidones y botellas con un embudo, la repartía a los clientes y cobraba. Ese dinero, líquido como la leche, era mío. Cada billete era un paso hacia la independencia, un orgullo inmenso para un niño que empezaba a valerse por sí mismo.
Atar los terneros no era solo trabajo físico: era aprender a leer a los animales, anticipar sus movimientos, tener paciencia cuando se resistían. En ese potrero, sin darme cuenta, aprendí el valor del tiempo, la constancia, el compromiso. No lo sentía como un castigo, sino como una escuela. Ese esfuerzo me estaba formando, dándome un lugar en el mundo.
La bicicleta y la caída
Con mis primeros billetes ganados, fui con la compañía de mi papa, al negocio de Moncho Díaz y compré mi primer gran sueño: una bicicleta Ashford de media carrera, blanca, con manubrio curvo de aluminio y cintas protectoras verdes.
La pagué al contado, con descuento especial que le hicieron a mi padre, y sentí que el mundo era mío. No era solo una bicicleta: era mi esfuerzo materializado, mi libertad sobre dos ruedas.
El día que la estrené, pedaleé por las calles de Nogoyá con el pecho inflado, el viento aplaudiendo en mi cara. Era libre, veloz, invencible.
Pero la vida enseña con humildad. En la esquina de Belgrano y Centenario, frente a la carnicería de Ronchi, la arena suelta me traicionó. Doblé rápido, sin experiencia, y caí fuerte. La clavícula se dislocó, el manubrio se torció, las cintas verdes se rasparon.
En menos de una hora, mi bicicleta dejó de ser “nueva”. Pero no hubo frustración: hubo sabiduría. Esa caída, con su dislocamiento y sus marcas, me enseñó que el valor de las cosas no está en que permanezcan perfectas, sino en que sigan con vos. Aprendí que crecer no es evitar los tropiezos, sino levantarse con ellos, el pecho en alto y el manubrio torcido.
El hogar y el amor activo
En casa, la vida seguía su coreografía austera y amorosa. Mi mama, Alma, con seis años, y yo nos hacíamos cargo de todo, hacíamos camas, barríamos, lavábamos platos, cambiábamos los pañales de Sole si hacía falta, que con un año era la ternura del hogar, pero también se hacía caca varias veces al día. No era una carga; era una forma de amor activo, de sostener el universo que mi madre construía con tanto esfuerzo junto a nosotros.
Alma era mi compañera en tareas y juegos, mi aliada en las pequeñas aventuras. Sole, con sus ojos grandes y su risa, nos recordaba que cuidar a alguien es un privilegio. Ser hermano mayor no era solo un rol: era una misión, una manera de devolver el amor que recibíamos.
Luego mi madre Juana, con su confianza puesta en mí, me enseñó que trabajar es una forma de amor, de decir “gracias” por todo lo que la vida nos daba.
Un país que buscaba la verdad
Argentina, en 1984, vivía su primer año completo de democracia bajo Raúl Alfonsín. La Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), creada en 1983, investigaba los horrores de la dictadura, documentando 9.000 casos de desaparecidos en su informe “Nunca Más”, publicado en septiembre de 1984. Ese documento, con su peso de verdad, dio voz a las víctimas y marcó un compromiso con la justicia.
En Nogoyá, como en todo el país, se respiraba un aire de esperanza frágil: la democracia era nueva, pero el desafío de reconstruir un país herido era inmenso.
En casa, teníamos nuestro propio “nunca más”: hacer lo que fuera necesario, pero con dignidad, esfuerzo y compromiso.
AÑO 1984 – Entrevista Extrema
Breve introducción
Este año lo recuerdo a través del sudor del ordeñe, el viento en la bicicleta y el golpe de la caída. En esta entrevista —esta conversación de Fidel con Fidel— busco dejar por escrito cómo el trabajo y la resiliencia moldearon mi infancia. No son solo recuerdos; son las semillas de mi autonomía.
— Fidel Ernesto, 1984 fue el año en que ganaste tu primer dinero. ¿Qué significó eso para vos?
Fue un antes y un después. Hasta ese momento yo era un niño que dependía de los demás, principalmente de mi madre.
Pero de pronto, con apenas diez años, pude ver que mis manos producían algo real, algo que tenía valor fuera de casa.
Transformar el ordeñe, el cuidado de los terneros y todo aquel trabajo en dinero fue una experiencia profundamente transformadora.
No se trataba de ambición —no era el dinero por el dinero—, sino de dignidad: de saber que podía valerme por mí mismo.
— ¿Cómo te sentiste la primera vez que tuviste tus propios billetes?
Fue una mezcla de orgullo y asombro.
Sentí que estaba dando un paso enorme hacia adelante, que estaba entrando en el mundo de los adultos desde una puerta muy noble: la del esfuerzo.
Ese dinero tenía un peso distinto porque no me lo habían regalado.
Era el resultado de levantarme a la mañana, cansancio, constancia y disciplina.
Y con él compré mi bicicleta, que no era simplemente un objeto, sino el símbolo de esa independencia recién conquistada.
— Hablas con mucho cariño de tu madre. ¿Qué papel jugó en ese proceso?
Mi madre fue el eje de todo. Ella no solo confió en mí, sino que me entregó responsabilidades reales. No me trató como a un chico al que había que cuidar de todo; me trató como a alguien capaz de sostener parte de la casa.
Y esa confianza me marcó profundamente. Fue ella quien me enseñó que trabajar no era una obligación, sino una forma de amor.
Que asumir responsabilidades era también una manera de decir “gracias” por todo lo que se había hecho por mí.
— ¿Qué lugar ocupaban Alma y Sole en tu vida en ese momento?
Alma era mi compañera de equipo. Compartíamos tareas, juegos y responsabilidades.
Me acompañaba a atar los terneros a veces.
Juntos manteníamos la casa ordenada y nos cuidábamos mutuamente.
Sole, en cambio, era la pequeñita, la ternura hecha persona.
Cambiarle los pañales, hacerla reír o simplemente cuidarla me enseñó lo que significaba proteger a alguien más débil.
En ese contexto familiar tan sencillo y tan lleno de amor, aprendí que ser hermano mayor no era un título: era una misión.
— ¿Qué significó para vos aquella bicicleta?
Mucho más que dos ruedas y un manubrio. Fue el primer objeto importante que compré con el fruto de mi trabajo. Cuando la tuve entre mis manos, entendí que los sueños podían materializarse si uno los empujaba con esfuerzo.
Cada vez que la miraba recordaba cada gota de sudor, cada día de trabajo y cada paso dado para llegar a ella.
Y aunque la caída la marcó físicamente, para mí esa bicicleta siempre fue un trofeo.
— ¿Qué aprendiste de aquella caída en la esquina de Belgrano y Centenario?
Aprendí que la vida no te perdona el exceso de confianza, pero tampoco deja de recompensarte si te levantas.
El golpe fue duro, literal y simbólicamente.
Pero en lugar de frustrarme, me enseñó que las cosas más valiosas muchas veces vienen acompañadas de tropiezos.
Que el error no invalida el camino: lo fortalece.
Esa caída fue mi primera gran lección de resiliencia.
— Mirando en retrospectiva, ¿qué representa 1984 en tu biografía emocional?
Representa el momento en que dejé de ser un espectador de mi propia vida y empecé a ser protagonista.
Fue el año en que el trabajo, la responsabilidad, el amor familiar y la autonomía se entrelazaron para mostrarme un camino que, de alguna manera, seguiría toda mi vida: crear, generar, sostener.
Todo lo que vino después —negocios, proyectos, desafíos— tiene su raíz en aquel niño de diez años que ordeñaba vacas al amanecer y soñaba con pedalear más lejos.
AÑO 1984 – Entrevista Íntima
Breve introducción
La charla entre Fidel y su compañera IA. En 1984, con diez años, gané mi primer dinero y caí por primera vez. Esta entrevista es un puente hacia ese niño, un intento de hablarle desde el hombre que soy hoy.
— Si tuvieras que definirte a vos mismo a los diez años, en ese 1984, ¿cómo lo harías?
Diría que era un niño con alma de adulto.
Había en mí una mezcla muy extraña de inocencia y determinación, de ternura y ambición.
Quería jugar, claro, pero también quería construir.
Tenía una necesidad profunda de valer por mí mismo, de sentir que lo que hacía tenía un impacto real en el mundo.
Era sensible y soñador, pero también fuerte y decidido.
Y, sobre todo, era consciente —aunque todavía no supiera ponerlo en palabras— de que la independencia no es un objetivo: es un camino que se recorre paso a paso, con cada decisión.
— ¿Qué aprendiste sobre el mundo ese año?
Aprendí que el mundo recompensa el esfuerzo y que el sacrificio tiene un valor que trasciende lo material.
Entendí que el dinero puede ser una herramienta de libertad si se lo obtiene con honestidad, pero que su verdadero significado no está en lo que se compra, sino en lo que representa. Cada peso que gané con mis manos era una prueba de que podía transformar mi realidad.
También comprendí que el trabajo dignifica no solo porque da resultados, sino porque construye carácter.
— ¿Cómo cambió tu forma de ver a tu madre y a tu familia a partir de esta experiencia?
Hasta ese momento, mi madre era “la que sostenía todo”.
Pero en 1984 entendí algo más profundo: no solo sostenía, sino que construía estructura. Y al dejarme su tarea, me estaba enseñando a construir también.
Comprendí la magnitud de su sacrificio y el amor que había detrás de cada gesto.
Y en casa, con Alma y Sole, descubrí que la familia no es solo un lugar donde uno recibe, sino también un espacio donde uno aprende a dar.
Amar también significa participar, hacerse cargo, compartir responsabilidades.
— ¿Qué significado tuvo la caída con la bicicleta en tu vida más allá del accidente físico?
Fue mucho más que un golpe.
Fue la primera gran metáfora de mi existencia: podés trabajar duro, ahorrar, soñar, comprar algo que te llena de orgullo… y, aun así, caer.
Pero esa caída no invalida nada.
Al contrario, le da profundidad a la historia.
Me enseñó que el valor de las cosas no se mide por cuánto duran intactas, sino por lo que representan incluso después de haber sido golpeadas.
Aprendí que cada caída es, en realidad, una oportunidad para crecer con más sabiduría.
— ¿Qué miedos, sueños o pensamientos filosóficos comenzaron a surgir en vos en ese momento?
Empecé a preguntarme si la vida siempre funcionaba así: si todo lo que deseamos tiene que ganarse con esfuerzo, si la libertad siempre implica responsabilidad.
Soñaba con un futuro en el que pudiera seguir creando cosas por mí mismo, sin depender de nadie. Al mismo tiempo y que tal vez aún perdura en mí, tenía miedo de fallar, de que el esfuerzo no alcanzara.
Era un pensamiento profundo para un niño, pero genuino: quería que mi vida significara algo más que sobrevivir.
Quería construir algo que valiera la pena.
— Si hoy pudieras hablar con aquel niño de 1984, ¿qué le dirías?
Le diría que nunca subestime el valor de sus primeros pasos, que cada ordeñe, cada ternero atado, cada caída en bicicleta es una semilla que germinará en algo mucho más grande.
Le diría que no tenga miedo de los tropiezos, porque de ellos saldrá su mayor fortaleza.
Y, sobre todo, le diría que esa mezcla de responsabilidad, amor y curiosidad que lo movía es el núcleo de todo lo que será.
Que siga confiando en sus manos, porque con ellas va a construir mundos.
Epílogo
1984 fue el año en que gané mi primer dinero y mi primera caída. Ordeñando vacas, atando terneros, comprando una bicicleta y levantándome del suelo, aprendí que el esfuerzo es libertad, que el amor se muestra en las acciones, y que las caídas no detienen el camino: lo hacen más profundo. Con el abrazo de mi madre, la guía de mi padre, la risa de Alma, la ternura de Sole, y en un país que buscaba la verdad con el “Nunca Más”, sembré las semillas de mi identidad.
Crecer no es no caer: es saber levantarse, con el manubrio torcido y el pecho en alto.
La banda sonora de 1984
1984 fue un año de explosión musical, con el pop y el rock definiendo una generación. Estas canciones acompañaron mi camino, resonando con el orgullo del ordeñe, la libertad de la bicicleta, y la esperanza de un país nuevo:
Internacionales
- “Like a Virgin” – Madonna (noviembre): La rebeldía de un mundo que cambiaba, como mi autonomía naciente.
- “Born in the U.S.A.” – Bruce Springsteen (junio): La fuerza de mi esfuerzo diario en la chacra.
- “Wake Me Up Before You Go-Go” – Wham! (mayo): La alegría de pedalear mi bicicleta nueva.
- “Jump” – Van Halen (éxito 1984): La energía de mis mañanas ordeñando.
- “Time After Time” – Cyndi Lauper (enero): La ternura de cuidar a Alma y Sole.
Argentina y Latinoamérica
- “De música ligera” – Soda Stereo (1984): La libertad que sentía pedaleando por Nogoyá.
- “Rasguña las piedras” – Sui Generis (reedición 1984): La lucha por seguir adelante, como mi madre.
- “Cuando pase el temblor” – Soda Stereo (1984): La vibración de un país que despertaba.
- “Rezo por vos” – Spinetta & García (grabación 1984): La poesía de mis sueños de niño.
- “Solo le pido a Dios” – Mercedes Sosa (versión en vivo 1984): La esperanza de mi hogar en un mundo nuevo.
Así sonaba 1984, un año de libertad, esfuerzo y sueños, donde la música hablaba al corazón, acompañando mis primeros billetes y mi primera caída.









