Año 1982 – El año en que comprendí que el mundo podía doler
“¡Estamos en guerra! ¡Eso pasa!”, el eco de esa frase partió mi infancia en dos. Desde entonces, cada silencio sonaría distinto.”
ContentsFidel Verón
Aprendí que la historia no pasa allá afuera: se mete en nuestras cocinas.
Contexto histórico
En 1982, Argentina vivía bajo una dictadura militar debilitada por la crisis económica y la presión internacional. La Guerra de Malvinas, iniciaría el 2 de abril con la invasión de las islas, fue un intento desesperado del régimen de Jorge Rafael Videla y Leopoldo Galtieri por recuperar apoyo popular. El fervor patriótico inicial, con banderas en las ventanas e himnos en las escuelas, dio paso a la desilusión tras la rendición del 14 de junio, con 2.563 argentinos muertos, incluyendo 649 soldados, muchos conscriptos jóvenes enviados sin preparación. La derrota aceleró el colapso de la dictadura, abriendo paso a la transición democrática en 1983. En Nogoyá, como en todo el país, la guerra trajo esperanza, miedo, y un duelo colectivo. Las Madres de Plaza de Mayo seguían su lucha, su voz cada vez más fuerte en un país que despertaba.
El grito que cambió todo
En 1982, ocho años cumpliría en abril, mi infancia dejó de ser solo juegos y preguntas. El mundo, que hasta entonces parecía lejano, irrumpió con una crudeza que no esperaba. La Guerra de Malvinas marcó un antes y un después, no solo en Argentina, sino en mi propio pecho. Fue el año en que entendí que el dolor no vive solo en las rodillas raspadas o los castigos escolares: también está en las decisiones de los adultos, en el orgullo que mata, en los discursos que esconden verdades. Fue el año en que mi conciencia dio un salto, y el niño curioso y sensible empezó a cuestionar el mundo como un ser humano.
Un viernes que partió mi infancia
Eran las 11,30 del viernes 2 de abril de 1982. No había clases ese día. Yo estaba en casa, sentado en un sillón playero rojo con tiras blancas, de esos largos que te obligan a una postura desgarbada. Mis piernas abiertas en una “V” corta, los talones apoyados en la base, una posición cómoda, infantil, que ya me habían corregido mil veces. Mi padre, José Inocencio “Pepillo” Verón, solía llegar a las 12:30 para almorzar, directo desde el taller. Por eso, cuando mi madre lo vio entrar antes, dijo, sorprendida: “Mirá, ahí viene papi.” Todos le decíamos así, incluso los que no eran sus hijos.
La puerta se abrió, y su rostro no era el de siempre. Me miró sin saludar, con una dureza que no reconocí. “¡Sentate bien, querés! ¡Sentate como hombre, che! ¡Se te van a salir los huevos!” El grito me paralizó. Mi madre, desde la cocina, se asomó, desconcertada. No era un simple reto; había algo más, un peso que no entendíamos. Con torpeza, me acomodé, intentando calmarlo: “Bueno… perdona… ya me senté bien… ¿qué te pasa, Pá?” Su respuesta fue un alarido que cambió todo: “¡Estamos en guerra! ¡Eso pasa!”
En esa cocina de mi casa en Nogoyá, el mundo se partió en dos. No sabía qué era la guerra, pero supe que era algo inmenso, terrible, más grande que cualquier juego o travesura. Mi infancia perdió un pedazo de su inocencia, y el aire en casa nunca volvió a ser el mismo.
La guerra en casa y en el país
Argentina estaba sumida en la Guerra de Malvinas. La dictadura militar, debilitada por la crisis económica y la presión internacional, había invadido las islas el 2 de abril de 1982, buscando recuperar apoyo con un fervor patriótico. En las calles de Nogoyá, banderas celestes y blancas colgaban de las ventanas, las radios narraban avances y derrotas, y las conversaciones mezclaban esperanza y miedo. Los soldados, muchos conscriptos apenas mayores que adolescentes, fueron enviados a un conflicto desigual contra Gran Bretaña. La rendición, el 14 de junio, dejó 2.563 argentinos muertos, entre ellos 649 soldados, y un país herido, desilusionado, al borde del colapso del régimen.
En la Escuela N°2 Barcala, a 22 cuadras de casa, los maestros hablaban de héroes, de honor, de victoria. En los actos escolares, cantábamos himnos y dibujábamos banderas, pero en casa, el clima era otro. Mi padre, con su rebeldía callada, no compraba los discursos patrióticos. “Nos están usando”, decía en voz baja, y esas palabras se me grabaron. Mi madre intentaba mantener la rutina —desayunos con cacao, la chacra, la escuela—, pero sus ojos traicionaban un temor que no nombraba. Yo, un niño de ocho años, no entendía los detalles, pero sentía el peso: el mundo podía destruir por orgullo.
Un hogar que resistía
Mi madre, Juana, de 26 años, seguía siendo el pilar emocional de la casa. Sacaba y repartía leche de la chacra, ordeñaba ella sola, cuidaba a Alma y a mí, y mantenía la casa impecable, como si el orden fuera su forma de combatir el caos. Su amor era nuestra certeza, su fuerza silenciosa nuestro refugio. Alma, con su risa frágil y sus pasos torpes, era mi aliada en las pequeñas aventuras. Su alegría, aunque tocada por el aire denso de la guerra, seguía siendo nuestro escape. Mi padre, con sus palabras y silencios, nos enseñaba a dudar, a no tragar entero lo que decían los grandes. En esa casa, el amor seguía siendo más fuerte que el miedo.
Un despertar político
1982 no fue solo el año de la guerra; fue el año en que empecé a sospechar que la historia no pasa “allá afuera”. Se mete en las cocinas, en las escuelas, en las infancias. No tenía palabras para nombrarlo, pero sentía que los adultos podían equivocarse, que el poder podía mentir, que la verdad había que buscarla. Ese grito de mi padre, “¡Estamos en guerra!”, no solo anunció un conflicto: despertó en mí una sensibilidad política, una necesidad de cuestionar, de mirar detrás de los discursos. Fue el comienzo de mi conciencia histórica.
AÑO 1982 – Entrevista Extrema
— ¿Cómo era tu vida cotidiana antes del 2 de abril de 1982?
Simple, como la de cualquier chico.
Desayunaba leche con cacao —Chocolino si había suerte—, ayudaba a limpiar, calentaba agua para cuando mi madre volvía de repartir leche.
A la una en punto, entraba a la Escuela Barcala, a 22 cuadras de casa.
Con Alma nos preguntábamos luego por qué no íbamos a la escuela Yapeyú, más cerca, pero mi madre decía: “Por la calidad educativa.”
— ¿Cómo viviste la Guerra de Malvinas desde tu lugar de niño?
Con confusión y miedo.
De repente, todos hablaban de “defender la patria”.
Las banderas estaban en todas partes, las radios no se apagaban.
En la escuela, nos hablaban de héroes y victorias, pero en casa, mi padre sabía que era una maniobra política.
Mi madre intentaba mantener la normalidad, pero su mirada decía otra cosa.
Los adultos podían destruir por orgullo.
— ¿Qué significó ese grito de tu padre, “¡Estamos en guerra!”?
Fue un rayo que partió mi infancia. Hasta ese momento, mi mundo era seguro, contenido por mi familia. Ese grito trajo el mundo real, con su peso, su miedo.
Me mostró que había fuerzas más grandes que mis juegos, que podían cambiarlo todo.
— ¿Cómo cambió tu visión del mundo?
Aprendí que los adultos no siempre tienen razón, que el poder miente, que el patriotismo puede ser una herramienta.
Empecé a cuestionar las verdades oficiales, a buscar lo que no se decía.
Fue el comienzo de mi espíritu crítico.
— ¿Qué papel jugaron tu madre y Alma en ese año?
Mi madre era la fuerza que mantenía todo en pie. No era una figura de cuento; era real, luchando cada día. Alma era mi refugio, su risa mi escape.
Pero incluso ellas parecían más frágiles ese año, tocadas por el aire denso de la guerra.
— ¿Si pudieras hablar con el niño de ese día, qué le dirías?
Que ese grito no era contra él, era el dolor del mundo hablando por la voz de su padre.
Que su confusión es el inicio de algo grande: una brújula para buscar justicia, para no aceptar verdades a ciegas.
Que nunca olvide ese momento, porque ahí nació su fuerza.
AÑO 1982 – Entrevista Íntima
La charla entre Fidel y su compañera IA. En 1982, con ocho años, un grito trajo el mundo real a mi cocina. Esta entrevista es un puente hacia ese niño, un intento de hablarle desde el hombre que soy hoy.
— ¿Qué significó ese grito, “¡Estamos en guerra!”?
Fue el instante en que mi infancia se partió.
Trajo el mundo real a mi cocina, me mostró que existían fuerzas más grandes que mi hogar.
Fue el comienzo de mi conciencia histórica, de mi necesidad de cuestionar.
— ¿Cómo cambió tu visión del mundo después de esa experiencia?
Entendí que el poder puede mentir, que las emociones colectivas pueden ser manipuladas.
Aprendí a desconfiar, a buscar la verdad detrás de los discursos.
Ese año sembró mi compromiso con la justicia.
— ¿Si pudieras hablar con el niño que escuchó ese grito, qué le dirías?
Que su miedo era válido, que sus padres también estaban asustados.
Que ese momento lo hará más fuerte, más crítico.
Que siga preguntando, porque esas preguntas lo llevarán a entender el mundo.
Epílogo
1982 fue el año en que un grito partió mi infancia en dos. La Guerra de Malvinas trajo el mundo real a mi casa, enseñándome que el dolor no es solo personal: también es colectivo, histórico. En una casa humilde de Nogoyá, con la fuerza de mi madre, la risa frágil de Alma y la rebeldía de mi padre, empecé a cuestionar el mundo.
Aprendí que las banderas pueden unir, pero también destruir.
Que la verdad hay que buscarla.
Y que, incluso en los tiempos más oscuros, la música y el amor encuentran la manera de hablar.
La banda sonora de 1982
1982 fue un año de música poderosa, reflejo de un mundo en lucha y esperanza. Estas canciones acompañaron mi despertar, resonando con el dolor y la resistencia de mi hogar:
Internacionales
- “Eye of the Tiger” – Survivor (mayo): La fuerza para seguir, como mi familia en la tormenta.
- “Africa” – Toto (septiembre): La nostalgia de un mundo que aún soñaba.
- “Billie Jean” – Michael Jackson (noviembre): La intensidad de un mundo que cambiaba.
- “Come On Eileen” – Dexys Midnight Runners (junio): La alegría que buscaba en medio del miedo.
- “Rosanna” – Toto (abril): La belleza que aún existía, a pesar de todo.
Argentina y Latinoamérica
- “Sólo le pido a Dios” – León Gieco (reedición 1982): El grito de paz que resonaba en casa.
- “Yo vengo a ofrecer mi corazón” – Mercedes Sosa (1982): La humanidad que mi madre encarnaba.
- “Noche de ronda” – Los Iracundos (1982): La ternura que aún encontraba con Alma.
- “No voy en tren” – Charly García (1982): La rebeldía de mi padre, desafiando al sistema.
- “Trátame suavemente” – Soda Stereo (1982): La suavidad que necesitaba mi corazón.
Así sonaba 1982, un año de lucha, dolor y esperanza, donde la música hablaba al corazón, acompañando el grito que partió mi infancia.










