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Años

1986

By Fidel Ernesto Veron
1 día ago
14 Min Read
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Año 1986 – La bandera, el mundo y el niño que ya sabía quién era

“”

Contents
  • Año 1986 – La bandera, el mundo y el niño que ya sabía quién era
    • AÑO 1986 – Entrevista Extrema
    • Preguntas inquisitivas de la IA
    • La banda sonora de 1986
  • Videos
Fidel Verón

Reseña

El honor pesaba más que el mástil.
El corazón, más que la patria.
Ese año sostuve dos banderas:
la que flameaba en mis manos
y la que Maradona alzó en el cielo de todos.

El año en que me convertí en símbolo

1986 fue un año bisagra. A los doce años, en Nogoyá, dejé de ser solo el niño responsable, estudioso, trabajador, que jugaba a las bolitas y figuritas. En la Escuela Coronel Barcala, me convertí en abanderado, un símbolo para mis compañeros. Llevar la bandera no era solo un honor: era una responsabilidad emocional profunda, el peso de cada madrugada ordeñando, cada página leída de noche, cada acto en el que di todo. La bandera era más que tela: era mi camino. Un susto con el mástil, cuando se enganchó en la puerta, me enseñó que el honor se sostiene incluso temblando. Y mientras el Mundial México ’86 hacía rugir al país, con Maradona como un dios y Brown como un guerrero, entendí que el esfuerzo, el talento y la garra pueden cambiar la historia. 1986 fue el año en que supe quién era.

El día en que sostuve el cielo

El salón de actos estaba repleto. Un murmullo suave, como un secreto compartido, llenaba el aire. Las maestras, impecables en sus guardapolvos blancos, sonreían con el orgullo de quienes me habían visto crecer. Yo, con la bandera en las manos, sentía el corazón galopando, los ojos brillando como si sostuviera un pedazo de cielo celeste y blanco. Me habían elegido abanderado. Yo, el mismo chico que ordeñaba vacas al alba, que cambiaba pañales, barría pisos, lavaba platos antes de ir a clase. El que se sentaba en los recreos a escribir cuentos, observar sombras, jugar a las bolitas o figuritas. Ahora representaba a todos mis compañeros, el rostro de su esfuerzo, el símbolo de nuestra escuela.

La bandera pesaba más de lo que imaginaba, no por el mástil, sino por lo que significaba. Caminé despacio, con paso solemne, mientras el murmullo se volvía silencio. Hasta que ocurrió. Al cruzar la entrada, la punta metálica en forma de tridente chocó contra el marco superior de la puerta. Sentí un tirón brusco, la bandera tambaleó. Mi corazón se detuvo. Por un instante, creí que caería, que todo mi esfuerzo se derrumbaría. Pero la aferré con fuerza, la sostuve en alto, más alto que nunca. El auditorio, ajeno a mi susto, rompió en risas suaves. Ese momento quedó grabado: no se trata de no tropezar, sino de sostener con dignidad cuando todo tiembla.

Las mañanas del ordeñe

A los doce años, mi vida empezaba con el mismo ritual. Cruzaba Nogoyá, quince cuadras, con el frío cortando la cara o el sol quemando la piel. Ataba terneros a las cinco de la tarde, con las manos ásperas por la cuerda, el cuerpo atento a sus movimientos. A las nueve, ordeñaba. La leche golpeaba el balde con un sonido hipnótico, caliente, vivo. La pasaba a bidones, la repartía, cobraba. Esos billetes eran mi orgullo, mi libertad, mi prueba de que podía sostener algo más que un balde. En ese potrero, con el barro en las zapatillas, aprendí que el esfuerzo es un fuego que no se apaga, un juramento a mi propia fuerza.

La escuela: mi lucha, mi dolor

En la escuela, era el chico que levantaba la mano en cada pregunta, que escribía con letra prolija, que corregía sus errores antes que el maestro. Me llamaban “chupamedias”. No sabía qué significaba, pero me dolió como un puñetazo al alma. Yo solo hacía lo que sabía, lo que amaba: aprender, brillar. Ese dolor me marcó, pero no me frenó. Sabía que mi mente iba más rápido, veía más lejos. No era soberbia: era una chispa que me empujaba a ser más. Mi meta era la bandera, no por la tela, sino por lo que representaba: cada madrugada ordeñando, cada noche estudiando, cada sacrificio de mi madre. Cuando me eligieron abanderado, sentí que ese honor era también para ellos.

Las tardes del Mundial

El invierno de 1986 olía a guiso caliente, a radios encendidas, a calles vestidas de celeste y blanco. Mi papá organizaba reuniones en casa. El living se llenaba de sillas prestadas, vasos de plástico, voces que hacían temblar las paredes. Me sentaba adelante, tan cerca del televisor que sentía la pelota en los pies. Maradona era un héroe mitológico. No era solo un jugador: era un hombre pequeño desafiando gigantes, escribiendo la historia con botines. Contra Inglaterra, cuando tomó la pelota y dejó atrás a todos, el gol del siglo fue un rugido. No era solo fútbol: era Malvinas sanando, un país gritando “aquí estamos”. Salí a la calle con mi papá, una bandera en la espalda, abrazando vecinos, cantando hasta quedar ronco, con lágrimas de alegría.

José Luis Brown, con el hombro roto, el rostro crispado, me marcó. Su sacrificio era mi espejo: yo también me levantaba cada mañana, cansado pero entero. El equipo entero, con su garra, me enseñó que la vida es un partido: corrés, caés, te levantás. Mi Mundial era el ordeñe, los exámenes, la bandera. Cada día era mi gol del siglo.

El hogar: mi raíz, mi fuerza

En Don Jerónimo, mi madre seguía siendo el pilar, su esfuerzo callado sosteniendo todo. Mi padre, con sus reuniones del Mundial, traía la alegría que une. Alma y Sole, mis hermanas, eran mi responsabilidad, mi orgullo. Cambiaba pañales, barría pisos, lavaba platos, no por deber, sino por amor. Marcelo, mi amigo, era mi refugio, mis risas, mi cómplice en el barrio. Juntos, pateábamos pelotas, jugábamos a las bolitas, soñábamos grande. Ese hogar, con su amor crudo, era la fuerza que me hacía sostener la bandera, correr tras mis sueños.

Un país que no olvidaba

Argentina, en 1986, vivía una democracia joven pero feroz. El juicio a las Juntas Militares condenaba a los culpables de la dictadura, y el “Nunca Más” era un grito de verdad. El Mundial México ’86 unió al país en un rugido de esperanza, con Maradona como símbolo de resistencia. En Nogoyá, las calles se llenaban de banderas, abrazos, un pueblo que sanaba con cada gol.

AÑO 1986 – Entrevista Extrema

 

— ¿Qué significó ser abanderado ese año?
Una mezcla de orgullo y responsabilidad que me marcó para siempre. La bandera era más que tela: era cada madrugada ordeñando, cada libro leído, cada acto en el que di todo. Sostenerla fue gritar que mi esfuerzo valía, que mi familia, mi historia, tenían peso.

— ¿Cómo viviste ese episodio del tridente?
Con el corazón en la garganta. Cuando se enganchó en la puerta, creí que todo se derrumbaba. Pero no la solté. Ese susto me enseñó que la vida es sostener lo que amás, aunque tiemble. Fue una metáfora: tropecé, pero seguí en pie.

— ¿Cómo te dolió el “chupamedias”?
Como un golpe al alma. No entendía por qué, si solo hacía lo que amaba: aprender, esforzarme. Ese dolor me marcó, pero me hizo más fuerte. Aprendí a ser yo, sin importar las palabras.

— ¿Qué lugar ocupó tu padre?
Fue mi faro. Sus reuniones del Mundial, sus abrazos tras cada gol, me enseñaron que la alegría une, que la pasión cura. Con él, la vida era comunidad, era corazón abierto.

— ¿Qué te enseñó el Mundial?
Que los sueños se ganan con garra. Maradona me mostró que la voluntad vence gigantes. Brown, con su hombro roto, me enseñó que el sacrificio pesa más que el dolor. Mi Mundial era mi vida: cada día, un gol.

— ¿Qué le dirías al niño de 1986?
Que siga ardiendo. Que no suelte la bandera, ni los sueños, ni la pasión. Que cada tropiezo, cada gol, cada esfuerzo es su Mundial. Que confíe en su corazón, porque con él alzará mundos.

Preguntas inquisitivas de la IA

 

— ¿Cómo te definís a los doce años en 1986?
Un niño con fuego adentro. Determinado, soñador, fuerte. Sabía que mi esfuerzo podía cambiar mi mundo, que mi bandera era mi verdad, que mi vida era un partido que jugaba con todo.

— ¿Qué simbolizaba la bandera?
Mi historia. Era mi madre, mi padre, mis hermanas, mi sudor, mi lucha. Sostenerla era honrar mi camino, mi pueblo, mi promesa de no rendirme nunca.

— ¿Qué te enseñó el Mundial?
Que un sueño compartido nos hace uno. En las calles, abrazando desconocidos, sentí que éramos un solo latido. Mi pueblo me enseñó que la alegría es un fuego que une.

— ¿Qué significó el susto del tridente?
Un relámpago de vida. Me mostró que el honor no es perfecto: es sostener lo que amás, aunque tiemble. No solté la bandera, como no soltaré mis sueños.

— ¿Qué le dirías al niño con la bandera y los ojos en Maradona?
Que nunca apague su fuego. Que cada tropiezo, cada gol, cada esfuerzo es su Mundial. Que confíe en su corazón, porque con él construirá un mundo más grande que cualquier bandera.

 

Contexto histórico

En 1986, Argentina vivía una democracia joven pero vibrante. El juicio a las Juntas Militares condenaba a los responsables de la dictadura, y el “Nunca Más” resonaba como un pacto con la verdad. El Mundial México ’86 unió al país en un grito de esperanza, con Maradona como símbolo de resistencia y Brown como ejemplo de sacrificio. En Nogoyá, las calles se llenaban de banderas, abrazos, un pueblo que sanaba con cada gol.

La banda sonora de 1986

 

1986 fue un año donde la música era un rugido universal. Estas canciones fueron mi latido:

  • “Livin’ on a Prayer” – Bon Jovi (octubre): La fuerza de mi lucha diaria.
  • “Take My Breath Away” – Berlin (junio): La emoción de mis sueños.
  • “Papa Don’t Preach” – Madonna (junio): La rebeldía de mi espíritu.
  • “Sledgehammer” – Peter Gabriel (abril): La energía de mi bandera.
  • “The Final Countdown” – Europe (mayo): El orgullo de mi esfuerzo.
  • “Cuando pase el temblor” – Soda Stereo (junio): La pasión de mi país.
  • “Persiana americana” – Soda Stereo (agosto): La chispa de mi juventud.
  • “11 y 6” – Fito Páez (septiembre): La poesía de mi alma.
  • “La rubia tarada” – Sumo (1986): La rebeldía de mi corazón.
  • “Trátame suavemente” – Soda Stereo (reedición en vivo 1986): El amor de mi hogar.

 

Epílogo

1986 fue el año en que supe quién era. Sosteniendo una bandera que casi cae, gritando goles con mi padre, ordeñando vacas al alba, jugando a las bolitas y figuritas, sentí mi corazón arder. El “chupamedias” dolió, el tridente me asustó, pero no me rendí. Con mi madre, mi padre, Alma, Sole, Marcelo y un país que rugía con Maradona, aprendí que el honor se gana con sudor, los sueños con garra, y la grandeza con esfuerzo. Crecer no es solo ganar: es sostener el corazón, incluso cuando tiembla.

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Acerca de mí

Hola soy FIDEL

“Hola, soy Fidel Ernesto Verón. Nací en Argentina, y mi vida ha sido una aventura de creación constante: desde mis primeros emprendimientos hasta proyectos que buscan transformar el mundo. Este espacio es un espejo de mis ideas, mis libros, mis sueños y mis desafíos. Creo en el poder de las ideas, en la tecnología como puente, y en el alma humana como motor de todo cambio.”

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