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Años

1975

By Fidel Ernesto Veron
22 horas ago
25 Min Read
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Año 1975 – Justicia?

Reseña
Un niño de un año, una madre de apenas 19 y un país que se oscurece entre el miedo y la represión. Este capítulo no solo cuenta un hecho familiar: es un retrato íntimo de cómo la historia y la violencia de un Estado pueden irrumpir en el hogar más humilde y transformarlo para siempre.

Contents
  • Año 1975 – Justicia?
    • AÑO 1975 – Entrevista Extrema
    • 1975 – Entrevista IntimA
    • La Banda Sonora de este año.
  • Videos

1975 no fue solo un año. Fue el principio de mi conciencia. Fue la semilla de mi rebeldía. Fue el primer latido de la historia que hoy escribo con memoria, con dolor… y con amor.

La detención de mi padre

En el turbulento 1975, Argentina hervía en un caos de violencia, inestabilidad y represión estatal cada vez más brutal. El país estaba al borde del abismo. El 17 de junio de 1975, a las 23:00, la historia de mi familia cambió para siempre: mi padre, José Inocencio “Pepillo” Verón, fue llevado preso.

La noticia cayó como un rayo sobre nuestra casa humilde en Nogoyá, a las afueras, sin luz ni agua corriente. Aunque no fue una sorpresa total —su activismo político y su lealtad a un peronismo social lo habían puesto en la mira—, el impacto fue devastador. Yo, un bebé de un año y dos meses, era demasiado pequeño para comprender, pero el aire estaba cargado de angustia. Mi madre, Juana, de apenas 19 años, se convirtió de la noche a la mañana en madre, padre, proveedora y pilar, cargándome en brazos mientras el mundo se desmoronaba.

La noche que lo cambió todo

La detención de mi padre no fue un hecho aislado. Era el reflejo de una época donde el Estado no dialogaba: perseguía, encarcelaba, silenciaba. Pepillo, con su compromiso social, era una amenaza para las autoridades. Aquella noche, el miedo se instaló en nuestra casa como un huésped indeseado. En nuestra vivienda de dos habitaciones, sin electricidad, mi madre encendía faroles o velas de kerosene para iluminar la penumbra. No había teléfono, ni cartas, ni noticias. Durante meses, no supo si mi padre estaba vivo, preso, torturado o muerto. Ese vacío de información era un castigo en sí mismo, una tortura que nos atrapaba en una espera sin fin.

El peso sobre los hombros de una adolescente

Con mi padre tras las rejas, mi madre se transformó. Limpiaba casas, cargaba baldes de agua del aljibe, cocinaba con lo poco que había, y mantenía la casa impecable, como si ordenar el hogar fuera su manera de ordenar el caos del mundo. Me acunaba por las noches, cantándome bajito para que no sintiera la sombra que nos cubría. Imaginen a una joven de 19 años, sola, con un hijo pequeño, en una casa aislada, sabiendo que en cualquier momento podían golpear la puerta hombres armados. Cada ruido en la noche —un crujido, un viento— era un recordatorio del peligro. Y aun así, ella no se quebró.

Mi madre era una heroína silenciosa. Lloraba a escondidas, cuando creía que no la veía, pero cada mañana se levantaba con una sonrisa para mí. Su amor era mi refugio, mi única certeza. La abuela Carmen, cocinera en el Colegio del Huerto, y algunos tíos y vecinos ofrecían contención —un mate, una palabra—, pero el peso caía sobre ella. El socio de mi padre, Correa, a veces traía algo de dinero, pero la base era su trabajo y la solidaridad discreta de pocos. Ella me enseñó que la esperanza no es esperar: es seguir adelante aunque todo diga que no se puede.

El eco del miedo

La detención de mi padre era parte de una maquinaria de terror que se extendía por Argentina. Miles eran detenidos, desaparecidos o asesinados sin juicio ni explicación. In 1975, aunque la dictadura militar aún no se había instaurado formalmente, su sombra pesaba. Escuadrones de la muerte, desapariciones y centros clandestinos comenzaban a operar. Mi padre no fue un caso aislado: era una hebra más en una red de persecución que atrapaba a cualquiera que alzara la voz. El clima era de terror absoluto: cualquier opinión crítica podía convertirte en “subversivo”.

Para nuestra familia, su arresto fue más que una ausencia. Fue la fractura de un proyecto de vida, el quiebre de una rutina, el nacimiento de una nueva versión de nosotros mismos, moldeada por la incertidumbre y la resiliencia. Nuestra historia era un espejo pequeño de la tragedia colectiva que vivía el país.

Una historia en el aire

Una de las historias que más me marcó me la contaron después. Mi padre, encerrado durante meses, incomunicado, fue sacado una noche de su celda junto a otros catorce hombres. Sin explicaciones, con los ojos vendados y las manos esposadas, los subieron a un camión militar. El ruido de las puertas al cerrarse resonó como una sentencia. Lo llevaron a un avión adaptado para prisioneros: sin asientos, con un riel donde los engrilletaban en cuclillas. El avión despegó, y el silencio entre los presos era tan pesado como el rugido de los motores. Muchos temían que fuera un “vuelo de la muerte”, de esos donde los cuerpos desaparecían en el vacío.

En medio de esa tensión, el piloto y un oficial hablaron. Uno preguntó qué ciudad se veía abajo. “Nogoyá”, respondió el otro. Mi padre, al escuchar el nombre de su pueblo, sintió un vuelco. Abajo estaba su madre, sus amigos, su hijo… yo. Con movimientos imperceptibles, aflojó la venda para liberar un ojo. Estiró el cuello y vio, por una pequeña ventana, las luces de Nogoyá, frágiles como estrellas en la noche. Fue un instante, pero suficiente para recordarse vivo, para aferrarse a la esperanza.

El precio fue brutal. Los guardias notaron el movimiento y lo golpearon sin piedad. Otro preso, Charly, también movió su venda y recibió una paliza aún peor, quedando al borde de la muerte. El vuelo terminó en Gualeguaychú, no en el mar. Hubo dolor, miedo, pero también una decisión: mirar, aunque fuera por última vez, lo que amaba. Ese gesto de mi padre, arriesgarlo todo por un vistazo a su hogar, me enseñó que el amor puede ser más fuerte que el miedo.

Un país en penumbras

1975 fue un año de terror. El gobierno, desbordado por el enfrentamiento con Montoneros y el ERP, respondió con una violencia aún mayor. Se estima que miles fueron asesinados o desaparecidos ese año, en lo que luego se llamó la “guerra sucia”. Nuestra historia familiar era un eco diminuto de esa tragedia colectiva. El miedo se había instalado en cada hogar, y la esperanza era el único refugio.

AÑO 1975 – Entrevista Extrema

 

Breve introducción
1975 fue el primer gran golpe de mi historia. Yo tenía un año y medio y no conservo recuerdos directos; hablo desde la memoria reconstruida: lo que me contaron mi madre y mi padre, lo que aprendí del contexto del país, y lo que hoy puedo sentir al mirar ese tiempo con conciencia adulta.

— ¿Qué lugar ocupa 1975 en tu biografía emocional?
Es el año en que la palabra “ausencia” se instaló en mi vida.
La detención de mi padre partió el aire de mi casa en dos.
Aunque no lo entendía entonces, supe después que crecer es también aprender a nombrar los vacíos.

— Si tenías un año y medio y no recordás, ¿desde dónde hablas hoy?
Desde los relatos de mi madre, la voz de mi padre, los silencios que quedaron y el contexto que estudié.
Hago puente entre testimonios familiares y memoria histórica.
No invento; interpreto con el corazón y la razón.

— ¿Qué pasó con tu padre en junio de 1975?
El 17 de junio de 1975 se lo llevaron detenido.
El país ya estaba bajo una lógica de represión que se profundizaría después.
Mi padre incomodaba por su activismo y su lealtad a un peronismo social.
Para el poder, era más fácil silenciarlo.

— ¿Cómo describirías a tu padre en ese tiempo?
Firme, comprometido, buen tipo.
Venía de una infancia durísima y aun así eligió dar.
Su taller de rectificación ayudaba a sostener familias, y su mano estaba donde hiciera falta.
Su amor por nosotros era tan grande como su lucha por un mundo mejor.

— ¿Y tu madre? ¿Quién era ella en esa escena?
Mi madre tenía 19 años.
Quedó sola conmigo, en una casa humilde, sin luz eléctrica, sin agua corriente, a las afueras de Nogoyá.
Sacaba agua del aljibe, nos alumbrábamos con faroles o kerosene.
Ella convirtió esa precariedad en dignidad: orden, limpieza, comida simple, y un amor que abrigaba más que las frazadas.

— ¿Qué lugar ocupaba tu madre en esta historia?
Todo. Absolutamente todo.
Era madre, padre, refugio, sustento.
Se levantaba temprano para trabajar, cargaba agua del aljibe, cocinaba a la luz de un farol y me acunaba sin saber si mi padre vivía.
Ella fue una heroína silenciosa que nunca se rindió.

— ¿Cómo se vivía la cotidianeidad en esa casa sin tu padre?
Con austeridad y ritual.
Amanecía el campo, se hacía lo que había que hacer, y al caer la tarde empezaba otra tarea: esperar.
Esperar noticias, un nombre en una lista, un comentario de pasillo.
La espera fue una tarea diaria.

— ¿Qué sabían de su paradero en los primeros meses?
Casi nada.
Era otra época: sin celulares, sin mensajes; solo rumores y visitas que a veces concedían, a veces negaban.
Mi madre pasó meses sin saber si estaba vivo, preso o “trasladado”.
Lo sostuvo la fe de mi madre y la red mínima de algunos amigos.

— ¿El país acompañaba o asfixiaba esa incertidumbre?
Asfixiaba.
1975 respiraba tensión: persecuciones, listas, detenciones, paramilitares, miedo.
En esa atmósfera, pensar distinto podía costar la libertad.
El miedo no solo estaba en la calle: se mudó a las casas.

— ¿Qué te contaron de la noche del arresto?
Que fue seca y contundente.
Llegaron, nombraron a mi padre, y se lo llevaron.
No hubo espacio para explicaciones.
Mi madre quedó con un bebé de un año y dos meses y una casa en medio del campo.
Desde esa noche, la palabra “soledad” quedó más pesada.

— ¿Quién sostuvo la economía y el día a día?
Mi madre trabajó todo lo que pudo.
El socio de mi padre, Correa, de vez en cuando acercó algo de dinero.
Pero la base fue el trabajo de mi madre y la solidaridad discreta de pocos.
El resto era administrar escasez con honor.

— ¿Qué historia te marcó de ese tiempo?
La del vuelo.
Mi padre, arriesgando todo por ver las luces de Nogoyá desde un avión militar, sabiendo que podía ser su última mirada.
Ese gesto, y la paliza que recibió por él, me mostró que el amor y la esperanza pueden desafiar incluso al miedo más grande.

— ¿Cómo te marcó, como identidad, que tu padre fuera detenido por su compromiso social?
Plantó en mí un eje moral: la justicia no es una palabra abstracta.
También me enseñó que las convicciones tienen costo.
Yo nací hijo buscado e hijo de una causa; con los años entendí que ambas verdades pueden convivir y construir identidad.

— Si hoy te sentaras frente a tu madre de 19 años, ¿qué le dirías?
Que gracias.
Que su coraje silencioso moldeó mi columna vertebral.
Que su amor fue mi electricidad cuando no había luz, mi agua cuando solo había aljibe, mi techo cuando el miedo llovía.

— ¿Y si pudieras hablarle al niño de un año y medio que fuiste?
Le diría: “No entiendes nada, y está bien.
Estás a salvo.
Tu mamá puede con esto.
Tu papá resiste.
Un día vas a nombrar todo esto sin odio y con verdad.
Y eso también es vencer.”

— ¿Qué palabra te queda resonando cuando piensas en 1975?
Resistencia.
La de mi padre en lo político y la de mi madre en lo cotidiano.
Las dos me enseñaron que vivir es una forma de pelear, y pelear también es una forma de amar.

1975 – Entrevista IntimA

 

Breve introducción
En 1974, la historia se gestaba en la tibieza de un nacimiento; en 1975, el mundo se vuelve brutalmente real. Yo tenía apenas un año y medio, demasiado pequeño para recordar, pero el eco de ese tiempo sigue vibrando en mí.

— Fidel Ernesto, ¿cómo fue ese mundo que te esperaba cuando empezaste a caminar, cuando comenzabas a ser consciente de lo que te rodeaba?
Fue un mundo áspero y desconcertante.
En mi casa el amor existía, pero estaba atravesado por un clima general de tensión que yo, sin entenderlo, absorbía igual.
Mi madre intentaba que todo se viera “normal”, pero el país estaba lejos de serlo.
Afuera se sentía el ruido de una Argentina que se caía a pedazos, adentro el silencio pesado de las ausencias que no se nombraban.
Aunque no podía racionalizar nada, mi cuerpo registraba esa vibración: había miedo.
El aire estaba cargado de algo que no podía nombrar, pero que sentía.

— ¿Qué lugar ocupaba tu madre en ese contexto?
Todo.
Era el centro, la fortaleza, el escudo.
A su manera, fue mi primer refugio y mi primera maestra.
Nunca sabré del todo cómo hizo para sostenerse en pie con un marido preso, un hijo pequeño en brazos y un país que parecía haberse vuelto loco.
Sé que trabajaba muchísimo, que era fuerte, y que en medio de toda esa locura no dejó que me faltara amor.
Su presencia fue como un hilo invisible que tejía cierta normalidad.
Si hoy tengo capacidad de resiliencia, es porque ella la encarnó cada día.

— ¿Recordás algo de ese tiempo o son más bien relatos que te contaron después?
No tengo recuerdos nítidos, claro.
Pero hay imágenes sueltas, como fotografías mentales, que de alguna manera quedaron impresas.
Recuerdo la sensación de estar siempre en movimiento, de cambiar de lugar, de escuchar voces distintas.
También recuerdo el abrazo de mi madre como un lugar donde el mundo no dolía tanto.
Con los años, cuando pude armar el rompecabezas de lo que ocurría, entendí por qué esos gestos eran tan importantes: porque en medio del caos, ella me daba continuidad.

— ¿Qué sabes hoy de lo que vivía tu padre en ese tiempo?
Sé mucho más ahora de lo que supe entonces, claro.
Sé que lo detuvieron en junio del ’75, cuando el país ya era un hervidero de violencia, persecución y desapariciones.
Sé que lo trasladaron, que pasó por tres lugares oscuros, Paraná, Gualeguaychú y Coronda (Santa Fe) y que estuvo al borde de no volver.
Y sé que, a pesar de todo, nunca se quebró.
Eso lo supe después, cuando pude hablar con él y con otros que compartieron el cautiverio.
Lo que más me impresiona es que, en medio de tanto dolor, mantuvo su dignidad.
Nunca dejó de ser quien era, y eso fue un faro enorme para mí cuando crecí.

— ¿Cómo fue estar con esa figura ausente?
Supongo que con un “algo” que faltaba, en los días, en los juegos.
Pero también fue crecer con una presencia invisible: la de su nombre, el de sus ideales, el de las historias que se contaban de él.
En mi casa no se hablaba mucho del tema, pero yo sabía que ese hombre, al que apenas veía en visitas breves, era importante.
Era como si mi identidad estuviera marcada por algo que todavía no entendía.

— ¿Y cómo afectó eso a tu infancia?
Supongo que me hizo más sensible, más de lo que hubiera sido de otro modo.
Aprendí muy temprano que la vida no era justa, que la autoridad no siempre tenía razón, que el miedo podía instalarse en las paredes de una casa.
Pero también aprendí el valor de la resistencia, el de seguir adelante, aunque todo esté en contra.
No tuve una infancia “normal”, pero tuve una infancia llena de lecciones profundas.
Y eso, hoy, lo agradezco.

— En ese clima, ¿qué lugar ocupaba la familia extendida?
Era un tejido importante.
Mis abuelos maternos varones estaban fallecidos, a mi abuela paterna nunca la llegué a conocer, y mi abuela Carmen fue fundamental.
Ella trabajaba en el Colegio del Huerto, cocinando para cientos de chicos todos los días, y sin embargo encontraba tiempo para acompañar a su hija y a su nieto.
Era una mujer fuerte, silenciosa y amorosa.
Su casa era un espacio donde el dolor se transformaba en alimento, en abrigo, en cariño.
Mis tíos, algunos vecinos, algunos pocos amigos cercanos, todos aportaban un granito de contención.
En esos años, las redes de afecto eran vitales.
No eran tiempos en los que uno pudiera enfrentar la vida solo.

— ¿Qué significaba para vos la figura de tu padre en ese contexto?
Aunque no lo recordaba todavía con claridad, mi padre era el motivo de muchas de las lágrimas y de la fortaleza de mi madre.
Era un hombre apasionado, comprometido con la justicia social, con la igualdad, con el peronismo que buscaba combatir al capital y darles voz a los trabajadores.
Esa convicción fue la que lo llevó a prisión.
Su ausencia no fue por abandono ni por distancia emocional; fue consecuencia de sus ideas, de su lucha, de no querer arrodillarse ante lo injusto.
Ese legado, aunque yo era demasiado pequeño para entenderlo, empezó a crecer en mí desde ese instante.

— Si pudieras resumir lo que representó 1975 para tu familia, ¿cómo lo harías?
Fue el año en que el Estado intentó quebrar a mi padre, pero no lo logró.
Fue el año en que mi madre fue más fuerte que el miedo.
Fue el año en que, sin entender nada, empecé a ser quien soy.
En esa casita humilde, sin luz y con tanto amor, nacieron los cimientos de mi identidad.
Fue un año de lucha, de dolor, de espera… pero también de amor inquebrantable.

 

Contexto histórico

1975 fue un año de terror. El gobierno, desbordado por el enfrentamiento con Montoneros y el ERP, respondió con una violencia aún mayor. Escuadrones de la muerte, desapariciones forzadas y centros clandestinos de detención comenzaban a operar, incluso antes del golpe militar de 1976. Se estima que miles fueron asesinados o desaparecidos ese año, en lo que luego se llamó la “guerra sucia”. Nuestra historia familiar era un espejo pequeño de esa tragedia colectiva. El miedo se había instalado en cada hogar, y la esperanza era el único refugio.

 

Epílogo

1975 no se cerró con un punto final, sino con una respiración profunda. No terminó cuando se llevaron a mi padre, ni cuando mi madre apagaba las velas preguntándose si él seguía vivo. No acabó con la espera. 1975 se incrustó en mi historia como una raíz invisible que aún hoy alimenta mi forma de mirar el mundo.

De mi madre heredé la templanza que nace de la adversidad: la capacidad de construir dignidad con las manos vacías. De mi padre, el coraje de sostener una convicción, aunque el precio sea la libertad. De ambos, que resistir no es solo sobrevivir: es seguir creyendo, incluso cuando todo intenta que dejes de hacerlo.

Ese año me enseñó que la justicia no siempre viste de leyes, que el poder puede disfrazarla de castigo, y que la verdad puede ser secuestrada junto con las personas. En una casa humilde, iluminada por faroles y sostenida por el amor de mi madre, aprendí que la justicia no siempre llega… pero el deber de buscarla nunca termina.

La Banda Sonora de este año.

 

1975 cantaba con melodías que marcaban el alma, reflejando amor, lucha y esperanza en un mundo convulso. Estas canciones fueron el pulso de mi historia:

  • “Love Will Keep Us Together” – Captain & Tennille (mayo): El amor de mi madre, un faro en la tormenta.
  • “Rhinestone Cowboy” – Glen Campbell (mayo): La lucha por los sueños en un país herido.
  • “Fame” – David Bowie (julio): La rebeldía de mi padre frente al poder.
  • “Mandy” – Barry Manilow (enero): La ternura que abrazaba nuestra resistencia.
  • “Jive Talkin’” – Bee Gees (mayo): La chispa de vida en medio del caos.
  • “Melina” – Camilo Sesto (1975): La pasión que sostenía nuestra esperanza.
  • “Te amo” – Sandro (1975): El amor inquebrantable de mis padres.
  • “Soy pan, soy paz, soy más” – Mercedes Sosa (1975): La lucha y la voz de un pueblo.
  • “Sigo siendo el rey” – Vicente Fernández (1975): La fuerza indómita de mi familia.
  • “Libre” – Nino Bravo (1975, reedición póstuma): El canto a la libertad que mi padre encarnaba.

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Acerca de mí

Hola soy FIDEL

“Hola, soy Fidel Ernesto Verón. Nací en Argentina, y mi vida ha sido una aventura de creación constante: desde mis primeros emprendimientos hasta proyectos que buscan transformar el mundo. Este espacio es un espejo de mis ideas, mis libros, mis sueños y mis desafíos. Creo en el poder de las ideas, en la tecnología como puente, y en el alma humana como motor de todo cambio.”

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